En el Archivo Histórico del Reino de Galicia se conserva un insólito proceso judicial bajo la referencia "Causa 1788, del hombre-lobo", datado en el año 1852. Este curioso documento consta nada menos que de 2000 páginas de texto manuscrito, y compone la sentencia contra uno de los asesinos más conocidos en la historia del crimen español. En este proceso, el único conocido en que se enjuicia y se condena legalmente a un personaje tratándolo abiertamente de "lobo", intervendría la misma reina Isabel II...
El hombre en cuestión era Manuel Blanco Romasanta, de 42 años de edad, apariencia agradable, conocido y apreciado por los vecinos de Allariz (Orense). Se dedicaba a la venta ambulante entre Galicia y Portugal, además de ser un gran conocedor de los bosques de la región y ayudar a los viajeros a atravesar las montañas desde Galicia a León, Asturias y Cantabria.
Sus dos primeras víctimas, madre de 47 años e hija de 17, fallecerían en el año 1846. Ambas se disponían a abandonar su pueblo natal hacia Santander, en dónde esperaban encontrar un empleo y mejores condiciones de vida, lejos del duro trabajo en el campo. Así, acordaron que Romasanta las acompañase en el viaje, y los tres se pusieron en camino. La señora se dejaba guiar en silencio, confiando plenamente en aquel hombre tan agradable y servicial, sin imaginar siquiera lo que ocurriría una vez adentrados en uno de los frondosos bosques gallegos...
De repente, Manuel Romasanta se detiene sacudido por un escalofrío y movimientos espasmódicos. Empieza a vomitar una espuma espesa contrayendo la boca como si su mandíbula se estuviese desencajando, con ojos inexpresivos y mirada perdida, mientras que las dos mujeres no aciertan más que a mirarlo, asustadas. Al momento, sin darles tiempo a reaccionar, se echa encima de la mayor rugiendo salvajemente, y como si fuese un animal, le muerde el cuello brutalmente. Excitado por el sabor de la sangre que comenzaba a manar de la herida, sigue desgarrando la piel de la señora hasta que cae muerta. Acto seguido se lanza sobre la joven, que permanecía hipnotizada observando la escena entre lágrimas. Una vez muerta también ésta, oculta lo que queda de los cadáveres entre unos matorrales, e indiferente, se adentra en el bosque, en dónde permanece unos días antes de regresar al pueblo.
Allí, cuenta a los familiares de las víctimas:
"Están felices las dos, siempre que las veo me dan las gracias por haberlas llevado a Santander. Buenos amos, buena comida, y hasta buen tiempo, que el salitre del mar es siempre mejor que la humedad fría de estos montes..."
Acto seguido, convence a más mujeres que sigan el mismo camino que las dos "afortunadas" y que emigren a Cantabria, en dónde el nivel de vida es muy próspero y que los más adinerados buscan jóvenes para tenerlas en sus casas como sirvientas. Así, otras vecinas se harían acompañar del guía en sus viajes, en busca de una buena colocación.
Los siguientes serían una señora de 34 años y su hijo. Aunque desconfiando en parte por sólo tener noticias de oídas de boca de Romasanta y no de la misma vecina, termina por convencerse vendiendo lo poco que poseía y lanzándose a lo que ella pensaba, sería una aventura...
Como había sucedido con las otras dos, en un lugar del bosque con vegetación espesa el guía empieza a comportarse de forma extraña. Insiste para que se detengan a "comer algo" (nunca mejor dicho). Enciende un fuego, y como ya había anochecido propone que duerman un poco al amparo de la lumbre. Evidentemente, él no tenía intención de dormir, pero sí de espiar los movimientos de sus dos acompañantes. Así estuvo durante un buen rato notándose cada vez más excitado, hasta que considerando un momento que le parece propicio, se levanta sin hacer ruido y sacando un cuchillo del zurrón que le colgaba del hombro, asesta un golpe mortal en el corazón de la mujer. Repitió el mismo gesto con el niño que dormía tranquilamente sin haber oído nada. Luego, víctima de nuevas convulsiones, se dedicó a desgarrar los cuerpos a mordiscos y a beber la sangre que salía de las profundas heridas, rematando la carnicería con nuevas cuchilladas en ambos cuellos sin vida.
Finalmente, registra los bolsillos robando el poco dinero que llevaban, y tras ocultar los cadáveres se sienta para beber un trago de vino que llevaba en el zurrón, echándose finalmente a dormir junto al fuego, como si nada hubiese ocurrido.
La misma suerte correrían cinco personas más, todas mujeres y niños que partían hacia el noroeste.
Como los años pasaban y los familiares no volvían a recibir de sus noticias, más que lo que Romasanta contaba, empezaron a correr rumores por todo el pueblo de que los viajantes habían sido asesinados. Las sospechas, que evidentemente giraban entorno al guía, resultarían fundadas cuando uno de los vecinos asegura haber visto siempre a Romasanta viajar solo, sin rastro alguno de las mujeres. Pasando de ser sospechoso de nueve crímenes a convertirse en acusado, éste se va del lugar antes de que lo consigan detener.
Abandona Galicia para irse a un pueblecito de Toledo, en dónde estaría trabajando como segador hasta que es reconocido y denunciado en julio de 1852. Al poco tiempo, el alcalde de esa localidad dicta un acto de detención en el que se le acusa de los nueve crímenes, además de múltiples robos en las casas de la víctimas para vender luego los objetos en los distintos mercados del lugar. Un mes más tarde es conducido a la prisión de Allariz, en dónde confiesa con una estremecedora frialdad y con todo lujo de detalles, cómo había asesinado y devorado a doce personas en los bosques gallegos,
"Por culpa de una maldición de uno de mis parientes, tal vez mis padres, me convertía en lobo, desnudándome primero y revolcándome después por el suelo hasta tomar dicha forma... pero la maldición terminará el día de San Pedro, cuando se hayan cumplido trece años desde mi primera metamorfosis..."
Acto seguido, el asombrado juez ordena a los médicos realizar un reconocimiento psiquiátrico al acusado, afín de determinar su estado mental. Tres médicos y dos cirujanos emitirían el siguiente informe:
"Pretende el detenido hacerse pasar por un ser fatal y misterioso, un genio del mal, lanzado por Dios en un mundo que no es su centro, creado ex profeso por el mal ajeno a que le impide la fuerza oculta de una ley irresistible, en virtud de la cual cumple su fatídico y tenebroso destino...
En el hombre hay dos fundamentos de facultades: el cerebro, para las del entendimiento, y las vísceras para los arranques o ímpetus, y de la ocurrencia de ambos orígenes resulta un tercer estado potente y temible: que exageradas estas facultades producen efectos diversos proporcionales a su origen, y en la tercera o concurso de ambas tornan al hombre idiota o loco absoluto. La licantropía pertenece a la tercera, por ello se presta especial atención al examen del estado visceral del reo así como de la craneoscopia...
No se presenta en el organismo del detenido ni señales amnésicas, ni causas ni motivos actuales capaces de dar origen a perturbaciones violentas de la inteligencia. Las inclinaciones que de él pueden inferirse, no son suficientes para explicar por supuesta licantropía, ni los actos que inducen son coactivos e invencibles, por lo que Manuel Blanco Romasanta obra con libre albedrío, conocimiento y fin moral.
Su inclinación al vicio es voluntaria y no forzosa. El procesado no es loco, ni imbécil, ni monomaníaco, ni lo fue ni lo logrará ser mientras esté preso, y por el contrario resulta que es un perverso, un consumado criminal capaz de todo, frío y sereno, sin bondad y con albedrío, libertad y conocimiento. El objeto moral que se proponía era el interés. Su confesión explícita fue efecto de la sorpresa, creyéndolo todo descubierto. Su exculpación es un subterfugio. Los actos de piedad, añagaza sacrílega. Su metamorfosis, un sarcasmo..."
El juicio contra el Hombre-Lobo dura aproximadamente un año, tras el cual, el 6 de abril de 1853 se emite una sentencia de muerte por el juez de Allariz, que lo condena a garrote vil y a una indemnización de 1000 reales por cada víctima. Sin embargo, la suerte estaría de su lado, pues antes de la ejecución, un hipnólogo francés que había seguido el caso del Hombre-Lobo, envía una carta al ministro de Gracia y Justicia afirmando que Romasanta era un afectado de una monomanía conocida como licantropía, y que debido a un desorden de las funciones de su cerebro no era responsable de sus actos. Dice que a través de la hipnosis él mismo había tratado esa enfermedad con alguno de sus pacientes, por lo que pide que no se ejecute la sentencia y que se le permita estudiar el caso.
Al mismo tiempo, la defensa del acusado protesta que no se puede asegurar rotundamente que el verdadero asesino haya sido Romasanta, alegando con razón, que no es suficiente una confesión para justificar un delito. Y en efecto, como nada prueba que el hombre matase realmente a las víctimas, se dirige a la reina Isabel II para que la causa sea revisada por el Tribunal Supremo de Justicia.
En consecuencia, la reina firma una orden que libra a Romasanta de la pena capital, reduciéndose esta a una menor como era la condena a cadena perpetua.
Finalmente éste moriría al poco tiempo en la misma prisión de Allariz en dónde cumplía dicha condena
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